El 18 de marzo
de 1314, la muchedumbre se agolpaba delante de Notrê Dame. La majestuosa
catedral era testigo de la justicia que impartía Clemente V. En el centro de la
plaza, encima de un gran púlpito se alzaban cuatro piras dispuestas con troncos
y abundante paja. En ellas, esperaban atados Jacques de Molay, Godofredo de
Charnay, Hugo de Peraud y Godofredo de Goneville, últimos maestres templarios
que el Papa se disponía a ajusticiar. La gente gritaba enfervorecida, arrojando
todo tipo de objetos a los presos, que aguantaban estoicamente hasta que
llegara el momento de su muerte. Estos miraban fijamente y sin pestañear en dirección
a la puerta de la catedral. Allí sentados, en grandes tronos adornados con todo
tipo de guirnaldas se encontraban sus asesinos: Felipe IV el Hermoso, su consejero Guillermo de Nogaret y el Papa
Clemente V. Hablaban entre ellos mientras reían abiertamente, demostrando así
su victoria frente a los supuestos herejes que se encontraban a unos minutos de
arder en la hoguera. Los gritos atronadores de los ciudadanos que se agolpaban
al pie del patíbulo se silenciaron cuando cuatro verdugos con capucha negra
subieron y se situaron al pie de las piras. Clemente V se levantó de forma
ceremoniosa de su trono ajustándose la túnica y entrelazando las manos delante
del pecho.
–¿Algo que decir los acusados? –dijo
en voz lo suficientemente alta para que la muchedumbre pudiera escucharle.
Jaques de Molay, último gran maestre
de la orden contempló el púlpito desde donde el Papa había hablado, y se
dirigió a él con voz grave y firme.
–Dios sabe quién se equivoca y ha
pecado, y la desgracia se abatirá pronto sobre aquellos que nos han condenado
sin razón. Dios vengará nuestra muerte. Señor, sabed que, en verdad, todos
aquellos que nos son contrarios, por nosotros van a sufrir. Clemente, y tú
también Felipe, traidores a la palabra dada, ¡os emplazo a los dos ante el Tribunal
de Dios!... A ti Clemente, antes de cuarenta días, y a ti, Felipe, dentro de
este año. Y tú, Guillermo de Nogaret, gran farsante y torturador, tu destino no
será mucho mejor que el de los que te manejan. Juro por Dios que ningún
descendiente vuestro quedara en Francia.
La mirada del maestre se desvió del
púlpito a dos extrañas figuras de entre la muchedumbre. Vestían dos largas
capas blancas y una capucha del mismo color ensombrecía sus rostros. Él más
alto y corpulento de los dos asintió levemente al maestre con un gesto de
cabeza; lo había comprendido. Acto seguido cerró los ojos y con una amplia
sonrisa en los labios esperó a que el fuego le consumiera.