Capítulo I


          –Vámonos Tristán –dijo el alto encapuchado a su acompañante–. Aquí ya no tenemos nada que ver.
            Mientras los dos se alejaban en dirección opuesta a la catedral, los gritos de agonía de los cuatro maestres resonaban aterradores. Tristán se dio la vuelta brevemente para contemplar como el fuego se abría paso entre las ropas y la carne de sus amigos. No pudo evitar que una lágrima resbalara por su mejilla. Se la secó con la mano antes de que su compañero pudiera darse cuenta.
            –¿A dónde vamos Armand? –preguntó con voz ronca.
           –De momento a salir de aquí, no deben vernos. Tenemos que escondernos unos días y actuar rápido, lo que tenemos que hacer no admite demora.
            –¿Qué es lo que vamos a hacer?
            Armand miró a su joven discípulo con gesto condescendiente. Tenía tanto que enseñarle y tan poco tiempo, que no sabía si sería capaz de llevar a cabo semejante empresa.
            –¿Qué pensabas en la plaza? ¿Acaso no has entendido nada?
            –Yo... Armand...
            –No te preocupes, eres joven, no es tu culpa. Venga, démonos prisa.
      Caminaron con paso rápido hasta donde habían dejado amarrados los caballos. Cuando estuvieron a una distancia que no entrañaba peligro, ambos se retiraron la capucha de la cabeza en un gesto acompasado. La barba de Armand se meció con el viento que soplaba sin tregua. Su cuarteada y morena cara era el vivo reflejo del cansancio. Sus ojos azules, casi cerrados para evitar la arena que levantaba el aire, habían sido testigos de decenas de batallas, de amor y de muerte, de aventuras y desventuras. El pelo negro le caía sobre los hombros ondulándose a cada paso. Cuando divisó los caballos miró a Tristán que andaba con brío a su lado derecho. Con dieciséis años ya estaba casi preparado para ingresar en la orden. Ahora sin el gran maestre y con la mayoría de los maestres regionales detenidos o asesinados ya no había orden a la que acceder, o al menos de momento, así que seguiría con él mientras las fuerzas le acompañasen. Le miraba con ternura; le conocía desde que era apenas un recién nacido.

*

            En enero de 1298, un capacho apareció delante de la puerta de la abadía. Recordaba aquel día perfectamente. Oyó los llantos del niño cuando estaba limpiando los abrevaderos de los caballos en la parte trasera del granero. Extrañado, se dirigió velozmente a donde procedían los ruidos y vio una manta casi cubierta por la abundante nieve que caía. Enseguida lo recogió y lo introdujo en la capilla de la iglesia. Estuvieron a punto de perderlo, el niño tenía claros síntomas de desnutrición y su temperatura era inusualmente baja. Le bautizaron como Tristán, debido a que tenía una perenne expresión sombría en el rostro. Armand se ofreció voluntario para criarlo. Junto con una matrona que todos los días se desplazaba a la abadía, el niño creció sano y fuerte, y aprendió los estatutos de la orden.
            –Será un gran templario –dijo Armand al prior.
            –No lo sé Armand, ya sabes la opinión del Maestre acerca de esto.
            –El Maestre no se opondrá Guilleaume. Eso te lo puedo jurar ante Nuestro Señor.
            Mientras Tristán crecía, todos los hermanos se desvivían por él. Armand estaba orgulloso del muchacho, era listo como ningún otro niño que hubiera visto a esa edad. Aprendía todo lo que leía, y era ducho con las armas que Armand le dejaba coger.
            Con solo seis años ya sabía hablar francés y latín y un año más tarde aprendió italiano. Todos los hermanos de la orden estaban entusiasmados con el niño, incluso hablaban ya de él como el que sería el mejor maestre de la orden.
            Recordaba una ocasión que le había encontrado en la biblioteca. Tristán estaba absorto en un libro rasgado y bastante viejo.
            La habitación tenía las cuatro paredes forradas de estanterías y cientos de libros se agolpaban perfectamente colocados. Cuando se diseñó la estructura, se dejó una gran claraboya circular que permitía que el sol iluminara la instancia casi la totalidad del día. De esa manera ahorraban mucho dinero en cera. Solo una mesa y una silla ocupaban el centro de la biblioteca, ambas de madera de roble y bien trabajadas. Tristán había puesto mucho empeño en sus estudios, tanto que los demás hermanos tenían que hacer peripecias para poder disponer de la mesa y realizar lecturas sin que el chico estuviera allí.
            Cuando entró ni siquiera levantó la vista del libro, pero sabía que era él.
            –Hola padre.
            –Hola hijo, ¿qué haces? –dijo al ver que aparte del libro tenía una hoja y un carboncillo con el que tomaba apuntes.
            –Corrijo estos tomos, cuando acabe con este me pondré con aquellos –comentó distraído señalando una estantería con al menos veinte libros.
            –¿Y por qué los corriges? Todas las traducciones las hizo el hermano Pedro, uno de los mejores escribas de la abadía.
            –Pues los tradujo mal, ¿ves? Mira, acércate.
            Tristán le cogió de la mano y le hizo acercarse hasta un palmo del libro.
            –Todas las declinaciones están equivocadas lo que hace casi incompresible su lectura. Haré de esta biblioteca la mejor del reino –dijo riendo.
            Armand estaba impresionado, sabía de sobra que el chico era listo, pero corregir los libros de la abadía era demasiado, tendría que informar de aquello al maestre.
            –Es impresionante hijo, llegarás lejos ¿sabes? Con tu inteligencia serás un general de campo sublime –le dio un beso en la coronilla.
            Este levantó por primera vez la vista del libro y miró cariñosamente a Armand.
            –No seré como tú padre, tú eres el mejor.
            –¿Eso crees? Entonces deja un rato los libros y vamos a practicar con la espada. Creo que el hermano Francis acaba de forjarte una especial para ti.
            Tristán abrió los ojos como platos.
            –¿Mi propia espada? ¿No tendré que usar más las de la herrería?
            –Nunca más.
            Se levantó de un salto tirando la silla al suelo y se agarró al cuello de Armand como un mono. Los dos cayeron al suelo riendo como locos.

*

            Los caballos ya no estaban a más de unos metros, mientras Armand seguía absorto en sus pensamientos. Miraba aún a Tristán y se daba cuenta que ya no era un niño. Su pelo rubio caía por la espalda exageradamente largo. Su cara cuadrada y angulosa unida a sus grandes ojos negros le daban un aspecto más fiero de lo que en realidad era. Una incipiente barba luchaba por salir en su barbilla y su cara.
            –¿Qué piensas Armand?
            –Nada, solo hacía memoria –dijo con una sonrisa  revolviéndole el pelo con la mano.
            Tristán también sonrió. Armand era su padre a todos los efectos. Cuando era más joven le había contado como apareció abandonado y como lo recogieron y se hicieron cargo de él. Recordaba que los primeros años había sido rebelde, pero él se esforzó en enseñarle los valores de la orden y en hacer de él un hombre de provecho. Armand siempre había estado a su lado, de haber sido él el que hubiera estado en la hoguera, posiblemente se habría tirado de cabeza para abrazarle entre las llamas.
            Cuando llegaron donde estaban los caballos ambos montaron ágilmente, desataron los estribos del palo donde estaban atados y clavándoles las espuelas se alejaron al galope.
El camino estaba embarrado debido a la intensa lluvia que había caído el día anterior. Los árboles se cernían sobre ellos que avanzaban tan rápido como los caballos eran capaces.
A las dos horas, Armand divisó una pequeña construcción en un lado del camino, guarnecida por dos inmensos robles.
–Vayamos hacia allí Tristán –dijo Armand señalando la choza.
            Pararon en la pequeña posada cuando estuvieron a su altura. Armand fue el primero en bajar del caballo, Tristán enseguida le imitó.
            –Vamos a descansar un poco Tristán, además debemos hablar –dijo amarrando su caballo.
            Entraron a la posada. Era pequeña pero muy acogedora. Una chimenea que crepitaba incesantemente recibía a los viajeros con un agradable calor. A la derecha una barra de madera recorría todo el local detrás de unas cuantas mesas redondas. Solo había una mesa ocupada así que se sentaron en la más cercana a la puerta. Una opulenta mujer se les acercó con semblante afable. Los exagerados pechos que sobresalían de su ajustado corsé, hacían que Tristán no pudiera desviar la mirada a otro lado.
            –....comer hijo?
            –¿Perdón cómo dice? –contestó Tristán a la mujer.
            Armand no pudo evitar reír disimuladamente al ver como la lívido invadía la cara de su pupilo.
            –Decía que si quieres comer algo hijo –se explicó de nuevo.
            –Tráiganos dos platos de judías por favor, y una jarra grande de vino –pidió Armand.
            –Enseguida señor.
            –Señora por favor –la llamó Armand antes de que se perdiera por detrás de la barra–. ¿Sería posible que alguien diera de comer y de beber a nuestros caballos?
            –Desde luego señor –dijo esta con una sonrisa cómplice.
            Tristán le miraba con admiración. En el transcurso de sus viajes y enseñanzas había visto como cientos de mujeres le habían mirado con expresión lujuriosa. Él, debido a sus votos de caballero templario solo se limitaba a mirarlas y a veces ni eso. Los estatutos lo decían claro, todo contacto con mujeres estaba totalmente prohibido. A Tristán aquello le volvía loco. Respetaba sus votos al igual que Armand, pero él era joven y no tenía tanta fuerza de voluntad como él.
            –¿Te gusta? –preguntó al joven.
            –Yo..., no Armand, no quería....
            –No debes avergonzarte. Eres un adolescente en la flor de la vida. Es normal que tengas deseos hacia las mujeres. Solo debes tener fuerza de voluntad, y cuando veas que no puedes resistir, cierra los ojos y pregúntale a Dios, él sabrá aconsejarte.
            –Prefiero que me aconsejes tu Armand.
            –Yo no tengo respuestas para todo hijo. Solo soy un hermano.
            La posadera llegó con los dos platos de judías y una jarra de vino interrumpiendo su conversación. Llevaba una bandeja mugrienta que sujetaba con la mano izquierda mientras que con la otra tocaba la espalda Armand.
            –Aquí tienen señores, si desean algo más estaré en la cocina. Mi marido ha salido a cazar y no volverá hasta la noche –dijo sin venir a cuento comiéndose a Armand con la mirada.
            Se retiró moviendo las anchas caderas hasta que la perdieron de vista y ambos rompieron a reír hasta que les lloraron los ojos.
            –¿Armand? –masculló Tristán cuando ambos pudieron parar de reír–. ¿Puedo preguntarte algo?
            –¿Es una impertinencia?
            –Sí –dijo enseñando los blancos dientes con una sonrisa burlona.
            –¿Qué quieres saber?
          –¿Nunca has...? Ya sabes –inclinó la cabeza hacia la cocina donde se oía cantar a la voluptuosa posadera.
            –¿Qué tipo de pregunta es esa Tristán? Sabes que los estatutos de la orden...
            –Ya sé cuales son las órdenes padre, me las has repetido un millón de veces, pero no te estoy preguntando si cumples las órdenes, estoy diciendo que...
            –Sé lo que estas diciendo –le interrumpió. Le gustaba cuando le llamaba padre. Lo hacia cuando quería algo de él, o había hecho algo inoportuno. Era un chantaje emocional que le permitía, le encantaba oírselo decir.
            Armand mantenía una expresión ausente mientras pensaba que contestar.
            –Una vez, cuando tenía veinte años. Fue en Acre bajo el mandato de De Banjou. Era preciosa Tristán, deberías haberla visto. Nunca se lo dije a ningún hermano, y desde luego no se lo dije a mi maestre, me hubiera expulsado de la orden de inmediato.
            Tristán veía en la cara de su tutor una expresión que hasta ahora no conocía. Su rostro era la viva imagen de la desesperación, sus ojos férreos se llenaron de agua durante un segundo. Enseguida se los enjuagó con el dorso de la mano.
            –¿Te arrepientes?
            –No –contestó rotundo– Me hubiera enfrentado a la excomunión e incluso a la muerte.
            –¿Qué pasó? –se interesó Tristán.
            –Te lo contaré algún día hijo, ahora nuestros asuntos requieren concentración –dijo evitando el tema claramente.
            Tristán sabía cuando Armand no quería hablar de algo, le conocía demasiado bien, pero no se olvidaría del asunto, se lo preguntaría más adelante.
            Cuando hubieron acabado la comida se levantaron de la mesa y esquivando las sillas y al viajero que se sentaba en una de ellas llegaron hasta la barra. Armand llamó en voz alta a la posadera que salió rápidamente de la cocina arreglándose el corpiño.
            –Necesitamos una habitación para pasar la noche señora –dijo Armand con tono amable.
            –Desde luego señor, tengo una grande y limpia en el primer piso. Su hijo puede acomodarse en el pajar.
            Tristán no daba crédito. No sabía si carcajearse sin control ante la cara de Armand o increpar a la posadera por querer relegarle a dormir entre los cerdos.
            Armand se metió la mano por el cuello de la camisa y con un leve esfuerzo sacó una cruz paté que colgaba de una gruesa cadena de plata.
            –Lo siento señora, pero me temo que no puedo. Mi hijo y yo dormiremos juntos en la habitación si tiene a bien dárnosla, si no nos iremos a la siguiente posada.
            La lujuria que mostraba la posadera se transformó en vergüenza cuando vio la cruz emerger del pecho de Armand. Su cara se puso tan roja como el vino que servía.
            –Oh, lo siento tanto padre, yo no...yo no...
            No acertaba a decir otra cosa. Sus gorgoteos se iban haciendo cada vez más inteligibles. Tristán no pudo aguantar más y se dio la vuelta simulando un bostezo para reírse a gusto. Pudo ver como el viajero que comía en otra mesa miraba la escena divertido.
            –No se preocupe hermana. No hay porque disculparse.
            Su cara empezó a recuperar el color mientras miraba cabizbaja a Armand. Se recompuso al ver la amabilidad en su rostro y le tendió una gruesa llave de hierro.
            –Es justo la habitación de arriba, nada más pasar la escalera a la derecha.
            –Muchas gracias señora. Vamos Tristán.
            –Por cierto señor...
            –Armand, Armand de Montblanc. Él es mi hijo Tristán.
            –Los caballos ya están comidos y con los abrevaderos llenos, señor de Montblanc, si desea algo más ya sabe donde encontrarme –dijo ahora más seca.
            –No necesitaremos nada señora, pero gracias de todas formas.
            Los dos se encaminaron hacia la planta de arriba hasta llegar a su habitación. El oxidado cerrojo chirrió cuando le dio la vuelta a la llave y entraron sin hacer ruido. Cuando estuvieron dentro se despojaron de la larga túnica blanca. Sus cinturones sujetaban las espadas que habían mantenido ocultas durante el viaje. Armand fue el primero en quitársela y dejarla sobre el camastro que se encontraba frente a ellos. Tristán se despojó del arco que llevaba a la espalda y el carcaj lleno de flechas. Siempre lo había preferido en detrimento de la espada. Tiraron las botas y las cotas de malla en el rincón más alejado de la cama y se sentaron en el borde.
            En la habitación no había más que una pequeña cómoda, un cubo y el jergón ocupando casi toda la estancia. Una vez se quitaron la ropa Armand se dirigió a Tristán.
            –Tenemos que ir a Aviñón –dijo seriamente de repente.
            –¿Qué hay en Aviñón?
            –Allí tiene su residencia el Papa Clemente.
            –¿Qué vamos a hacer padre?
            Armand no sabía como explicarle lo que había sucedido y la misión que su Gran Maestre les había encomendado, pero tendría que explicárselo.
            –¿Qué te ha parecido lo que hemos presenciado hoy en Notre Dame Tristán?
            La expresión del joven se tornó sombría. Había visto como las personas con quien había crecido morían quemados en la hoguera. También sabía que Armand y él llevaban muchos meses escondiéndose y ocultando su identidad, pero no era consciente del perfecto entramado que había tejido el rey de Francia junto a la inquisición.
            –Ha sido horrible y ha sido...
            –¿Triste verdad? No te avergüences por haber llorado hijo. Eran personas queridas para los dos.
            Tristán no fue consciente de que le había visto llorar, eso le produjo cierto malestar. No quería dar síntomas de debilidad delante de Armand. Él, que nunca se estremecía por nada, que nunca vacilaba ni titubeaba ante nada ni nadie, quería ser como él.
            –Yo... no pude evitarlo –Estalló en un llanto descontrolado, evacuando así toda la tensión acumulada.
            Armand se acercó a él y lo abrazó con firmeza entre sus musculosos brazos llenos de cicatrices. Estuvieron así unos minutos, Tristán lloraba sin parar, y Armand lo aferraba como si pudiera escapársele en cualquier momento.
            –Venga, ya está. Llorar es bueno hijo, hace que el alma se purifique.
            Tristán hizo fuerza para liberarse del abrazo una vez las lágrimas cesaron, miró a Armand fijamente y pudo ver el cariño que le profesaba en sus ojos.
            –¿Por qué lo han hecho padre? ¿Por qué los han quemado?
            –¿Cuánto tiempo llevamos viviendo clandestinamente? –le preguntó.
            Tristán hizo memoria. Llevaban mucho. Al menos siete años.
             »¿Muchos años verdad? En el año 1307 de Nuestro Señor, Clemente V promulgó una bula para eliminar nuestra orden. Desde ese momento algunos templarios hemos permanecido ocultos para evitar ser torturados por la inquisición. Los hermanos que hoy han perecido no han tenido nuestra misma suerte. Les capturaron y torturaron obligándoles a confesar pecados que no cometieron.
            –¿Por qué han hecho esto?
            –Por dinero hijo, solo por dinero. Nosotros hemos recibido grandes cantidades de dinero y presentes de muchas familias nobles de toda Europa. Hemos prestado oro a reyes y cobrado sus intereses posteriormente. Hemos recuperado tesoros de tierra santa de valor incalculable, y eso no escapa a la codicia del rey francés.
            –¿Te refieres a Felipe?
            –¿A quién si no? Él se compinchó con Clemente para perseguirnos. Felipe el Hermoso no puede sostener su reinado con la cantidad ingente de deudas que acumula. Las guerras y las cruzadas han dejado sus arcas vacías y sabe que las nuestras están llenas. ¿Por qué no coger todas nuestras posesiones y acusarnos de todo tipo de patrañas?  Y esa rata de Nogaret...
            Dejó la frase sin acabar. El odio y la venganza fluían por su rostro como un rayo apunto de rasgar el cielo.
            –Como te decía, Clemente tiene su residencia en Aviñón y hacia allí partiremos mañana al alba, nos ocuparemos de él, luego de Felipe, y a la rata la dejaremos para el final –La oscuridad de la noche incidía en el pétreo rostro de Armand haciendo de su figura algo temible.
            »Nadie que haya formado parte de esta farsa vivirá para contarlo. Nadie que nos haya vendido, engañado o estafado podrá escapar de nosotros. Todos los amigos, familiares, conocidos o causantes de nuestro exterminio serán masacrados, y eso Tristán te lo juro por Nuestro Señor Jesucristo.
            A Tristán le recorrió el cuerpo un escalofrío al ver así a Armand. De pie en medio de la habitación, con el torso desnudo y bañado por la luz de la luna era la viva imagen de la destrucción y la venganza.

*

            Cuando Tristán despertó en el jergón a la mañana siguiente el sol ya se colaba por la única ventana de la habitación. Armand estaba de pie al lado de la ventana, mirando con gesto ausente el exterior. Ya estaba vestido y la espada colgaba de su cinto. Llevaba la túnica sin atar, lo que hacía que su cota de malla desprendiera miles de reflejos plateados por efecto del sol. Cuando hizo un pequeño ruido, Armand se dio la vuelta para mirarle.
            –¿Ya estás despierto? –le dijo con una sonrisa.
            –¿Cuánto he dormido? Debiste despertarme antes.
            –Hoy va a ser un día duro de viaje, te hacía falta descansar. Vístete, te espero ensillando los caballos.
            Tristán acabó de vestirse, dejó la habitación para dirigirse a las cuadras y cerró la puerta tras de sí. Bajó las escaleras de la posada y antes de salir, cuando se disponía a abrir la puerta de la choza, el marido de la posadera salió de detrás de la barra. Se acercó a él mirándole con aire amenazador. El hombre era gordo como un barril de cerveza, su calva reluciente contrastaba con un bigote larguísimo que hacía un pequeño tirabuzón en cada uno de sus extremos. El delantal que llevaba encima de una roída camisa blanca, chorreaba sangre por todos lados.
            –Hola chico –le espetó
            –Buenos días señor, ¿puedo hacer algo por usted?
            –Diría que ya has hecho bastante ¿no te parece?
            Tristán no tenía ni idea  de que hablaba aquel hombre, así que intentó no enfrentarse a él.
            –No sé de que me habla señor, solo estoy aquí alojado con mi padre.
            Cuando dijo esto le dio la espalda y se dispuso a abrir la puerta para reunirse con Armand. Antes de poder dar dos pasos, el hombre le agarró del hombro y le propinó un tremendo puñetazo en la nariz haciendo que sangrara copiosamente. Tristán, sin dar crédito a lo que acababa de pasarle se llevó las manos a la cara rabiando de dolor. Miraba al posadero con los ojos inyectados en sangre.
            –¿Pero qué está haciendo? –le chilló con todas sus fuerzas.
            –Eso es lo menos que te voy a hacer por haber mancillado el honor de mi esposa, bastardo.
          –¿Qué yo que? –le espetó Tristán que empezaba a comprender el comportamiento del marido–. Fue su mujer la que quería ser mancillada, no es mi culpa si usted es un desgraciado cornudo, señor.
            –Vaya, vaya, no puedo negar que tienes huevos muchacho, esto te va a costar caro.
            La mujer reía desde detrás de la barra con expresión triunfal.
            –Mátale Jonás –dijo simulando un llanto– Ese bastardo intentó abusar de mí, y cuando me negué me pegó en la cara haciéndome sangrar el labio.
            Tristán no podía creerlo, la mujer ofuscada por el rechazo de Armand, había contado alguna infamia a su marido con el fin de vengarse.
            El posadero se llevó la mano a la espalda y sacó un cuchillo del tamaño de su brazo.
            –Vas a lamentar haber dicho eso chico.
           Cuando se echaba sobre Tristán la puerta de la posada se abrió y la figura de Armand apareció en el quicio de la puerta. Jonás se detuvo de inmediato con el cuchillo en alto al ver la imponente figura del templario. Este miró a su hijo que sangraba copiosamente por la nariz, desvió la mirada a la posadera, la cual había borrado cualquier atisbo de sonrisa de su cara, y por último miró al posadero que acababa de bajar el cuchillo a la altura de la cintura.
            –¿Estás bien Tristán? –preguntó al chico.
            –Sí padre, solo es un rasguño.
            –Yo diría que la tienes rota. Nos ocuparemos de eso más tarde –le dijo sin dejar de mirar con ojos felinos a Jonás–. ¿Hay algo que quiera decirme antes de que le atraviese con mi espada señor?
            Tristán abrió los ojos como platos. Armand estaba dispuesto a todo por defenderle. Desde que era un recién nacido había cuidado de él, y no iba a dejar de hacerlo ahora.
            »Usted a atacado a mi hijo sin darle una razón. ¿Sabe una cosa? La gente como usted me da asco. No soporto que se juzgué y se condene a la gente sin darles la oportunidad de defenderse. Da la casualidad de que unos buenos amigos, hermanos diría, murieron ayer a manos de gente como usted. Gente que no quiere escuchar a los demás, solo quieren saciar su sed de sangre a costa del más débil. Usted lo ha intentado con mi hijo, pero no se atreverá conmigo.
            –Oiga yo...podemos discutirlo –resolló el posadero.
            Su mujer, que no quitaba ojo de la escena salió de detrás de la barra, interponiéndose entre Armand y su marido.
            –No lo haga señor por favor, no mate a mi marido.
            –¿Y por qué no debería hacerlo? Él se disponía a matar a mi hijo. ¿O es que tiene usted algo que contarnos a todos los aquí presentes sobre este malentendido?.
            La mujer pensó durante unos segundos, sopesando las posibles consecuencias de sus actos. Jonás no daba la impresión de ser un hombre comprensivo con ella, así que no dijo lo que Armand esperaba que dijera.
            –No tengo nada que decir señor, ese bastardo intentó violarme la noche pasada. Usted dormía cuando él se presentó en mi habitación.
            –¿Pero qué dice gorda del demonio? –chilló Tristán aún con la mano en la nariz.
            –¿Es cierto eso hijo?
            –Desde luego que no padre. ¿No ves que lo está inventando porque la rechazaste?
            –Sí, me doy perfecta cuenta, pero...
            Armand no pudo terminar la frase. Jonás se abalanzó sobre Tristán con el cuchillo de nuevo en alto mientras gritaba como un poseso. Antes de que pudiera acercarse a menos de un metro de él, Armand desenvainó su espada con un grácil gesto y cercenó de un solo golpe el brazo que sostenía el cuchillo. La sangre salió a borbotones de la herida salpicando a todos. Jonás cayó al suelo entre gritos de dolor y sollozos. Su mujer se agachó sobre él llorando e insultado con saña a Armand.
            –Es usted un bastardo animal –le dijo desde el suelo.
        –No señora, no soy un bastardo, pero si tiene razón en una cosa. Soy un animal. Y de los peores.
            Levantó la espada y atravesó el cuerpo de la mujer que yacía sobre el de su marido. Cuando la espada atravesó a la posadera, Armand hizo más fuerza y atravesó también a Jonás. Los dos le miraron horrorizados en su último estertor de vida. Antes de morir, la mujer agarró la parte de abajo de la túnica de Armand arrancando un pedazo. Ella cerró el puño con fuerza quedándose con la tela en la mano. La cara de Tristán se quedó blanca como la nieve. Los gorgoteos de los moribundos llenaban la estancia de manera terrorífica. Cuando Armand tiró con fuerza de su espada cesaron de inmediato. La limpió en el delantal del cadáver del posadero y la envainó con la misma gracia con la que la había sacado. Miró a Tristán.
            –Vámonos hijo. Ya.
            Salieron de la posada, montaron en los caballos y se alejaron al galope de allí.
            Cuando estuvieron lo suficientemente lejos, aflojaron la marcha para dejar descansar un poco a los caballos. Tristán miraba de soslayo continuamente a su maestro. En pocas ocasiones le había visto matar a nadie, y en menos aún ser despiadado.
            –Cuéntame que te inquieta Tristán y deja de mirarme como si fuera el diablo. Si tú no te defiendes tengo que hacerlo yo. ¿O hubieras preferido que te clavara el cuchillo en la cara?
            –No, prefiero que haya muerto él.
            –Entonces qué es.
         –No debiste dudar de mí. ¿Creíste la historia de la mujer?, ¿qué fui a su habitación por la noche?
            Armand le miró alzando las cejas.
            –Lo siento hijo, no debí preguntar. Te pido mis más sinceras disculpas, no volverá a pasar jamás.
            –No te preocupes, no tiene importancia. Es que no te había visto así desde hace mucho.
            Armand sonrió abiertamente mostrando su cara más afable.
            –¿Así? –dijo, y puso cara de pocos amigos, frunciendo las cejas y enseñando los dientes.
            Tristán no pudo evitar reírse carcajada limpia viendo a Armand poner cara de ogro. Cuando hacía el tonto le divertía inmensamente. El templario se unió a sus risas con tanto ímpetu que a punto estuvo de caer del caballo.
            –La gente es malvada Tristán. Nunca dejes que te avasallen. ¿Me has oído? Nunca. Y menos cuando sabes que eres inocente. Aunque suene cruel, esos dos están mejor muertos. La mujer era una arpía adultera, quién sabe a cuántos clientes ha seducido y echado la culpa delante de su marido. Y él, a cuántos habrá apalizado sino algo peor.
         Marcharon al trote durante algo más de dos horas en silencio, cada uno absorto en sus pensamientos. Fue Armand quien rompió el silencio.
            –¿Tienes hambre hijo?
            –Sí, me comería una vaca –dijo riendo.
            –Pararemos a descansar en aquel claro y miraremos esa nariz.
            –La nariz esta bien padre, no es grave –dijo tocándosela y haciendo un gesto de dolor cuando apretó el puente.
            –En cualquier caso voy a mirarla.
            En el claro que Armand había señalado, desmontaron de los caballos y los ataron a un pequeño grupo de árboles bajos que había al lado de una charca. Enseguida se pusieron a beber con avidez. Era una extensión de césped recogida entre grandes y frondosos abedules. Un caudaloso riachuelo sonaba incesante en su bajada hasta el lago donde estaban los caballos. Cientos de pájaros inquietos graznaban en perfecta sintonía en las copas.
            –Ven Tristán, echemos un vistazo a esa nariz.
            Se acercó con el ceño fruncido y maldiciendo en voz baja.
            –Vale...veamos. Esta rota chico, hay que ponerla bien. Ten muerde esto –comento dándole una rama que recogió del suelo–. ¿Listo?
            Tristán asintió con gesto solemne. Armand agarró el puente de la nariz con el pulgar y el índice y en un gesto rápido y preciso dio un tirón hacia la izquierda. El chasquido confirmó que había vuelto a su posición original. El grito que profirió retumbó en todo el bosque.
            –Ya está, ya está, tranquilo. A mí también me lo hicieron hace tiempo. Hay que dar unos puntos.
            –¿Puntos? No, no, así está bien –se quejó.
            –No, no está bien. Si lo dejamos así no te volverá a mirar ninguna posadera muchacho.
            Ambos rieron ante la ocurrencia de Armand. Cuando terminó de coser la nariz de su acólito, miró con suficiencia el resultado.
            –No ha quedado mal del todo, ¿comemos?
            –Ve haciendo fuego padre, yo voy con el arco. Vuelvo en un momento con la comida –dijo jugueteando con los hilos que habían quedado más largos en su nariz.
            –Está bien, pero date prisa, y no te toques la herida.
            Confiaba en que Tristán volviera con abundante caza. En sus días de templario no había visto a nadie como él con el arco. Recordaba el día en que los había dejado a todos boquiabiertos.

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